La montaña mágica: Extractos del duelo verbal entre Settembrini y Naphta


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Resultó que el nuevo personaje, que tendría la edad de Settembrini, era su vecino, un caballero llamado Naphta, tan sumamente feo que casi dolía mirarle. Vestía un elegante traje de franela azul marino con rayas blancas muy bien cortado, discreto pero a la moda. Si Lodovico Settembrini no hubiese sabido llevar con tanta gracia y dignidad su ajadísima levita y su célebre pantalón a cuadros, su persona hubiese desentonado enormemente entre aquellos caballeros tan distinguidos. El horroroso Naphta, por la calidad y la elegancia de su atuendo se encontraba más próximo a los primos que su vecino.
Settembrini (el humanista) designó a Naphta con el sobrenombre de princeps scholasticorum.

EXTRACTOS CONVERSACIONES:

N: Escuchen al volteriano, al racionalista. Alaba la naturaleza porque ni siquiera en su momento de máximo esplendor nos aturde con vapores místicos, sino que conserva una sequedad clásica. ¿Cómo se decía humedad en latín?
S: Humor –exclamó Settembrini por encima de su hombro izquierdo–. El humor, según las consideraciones de nuestro profesor sobre la naturaleza, consiste en pensar en las llagas de Cristo cuando se contemplan las prímulas rojas, como le pasaba a Santa Catalina de Siena.
N: Eso es más bien ingenio que humor. Con todo, no deja de indicar que se atribuye un espíritu a la naturaleza.
S: La naturaleza no necesita vuestro espíritu en absoluto. Ella es espíritu en sí misma.
N: ¿No le aburre a usted esta concepción monista? (Monismo : Lo contrario del dualismo por ejemplo de Platón que hacía una bipartición de la realildad. Los estoicos eran monistas pues negaban que hubiera un antagonismo entre el espíritu y la materia. Sólo hbía naturaleza).
S: ¡Ah!, de modo que reconoce que se establece una dicotomía, un antagonismo entre Dios y la naturaleza por mero placer.
N: Me interesa oírle hablar de placer para referirse a lo que yo llamo pasión y espíritu.
S: No olvide que usted, que emplea palabras tan altisonantes para necesidades tan frívolas, me tacha a veces de charlatán.
N: Bueno, usted insiste en que el espíritu implica frivolidad. Pero el espíritu es dual por su propia esencia, eso es indiscutible. La dualidad, la antítesis, constituye el principio motor, apasionado, dialéctico y genial de todo. El hecho de ver el mundo como una dicotomía irresoluble, eso ya es el espíritu. Todo monismo es tedioso. Solet Aristoteles quarere pugnam.
S: ¿Aristóteles? Aristóteles transfiere la realidad de las ideas generales a los individuos. Eso es panteísmo. (El panteísmo: es la interpretación que considera por ejemplo el Renacimiento de que Dios estaba presente en la misma Creación, que como algo infinito también debe estar en todas partes. Veían la naturaleza como algo positivo. Los filósofos medievales habían dicho que existía un abismo entre Dios y su Creación. Los filósofos del Renacimiento dijeron que la naturaleza era divina o más aún, una prolongación de Dios).
N: ¡No, señor! Si concedemos a los individuos un carácter sustancial, si transferimos la esencia de las cosas de lo general a lo individual, como hicieron santo Tomás y san Buenaventura, herederos del pensamiento aristotélico, habremos disuelto todo lazo de unión entre el mundo y las ideas más elevadas; el mundo quedará, pues, al margen de lo divino y Dios será trascendental. Eso es la Edad Media clásica, caballero.
S: ¡La Edad Media clásica! ¡Vaya combinación de palabras más extravagante!
N: Perdone, pero utilizo el concepto de «clásico» en su sentido más propio, es decir, para designar el momento en que una idea alcanza su máximo grado de perfección. La Antigüedad no siempre fue clásica. Percibo en usted cierta reticencia hacia la flexibilidad en las categorías, hacia lo absoluto. Se niega a aceptar la existencia de un espíritu absoluto. Quiere que el espíritu sea equivalente al progreso democrático.
S: Espero que al menos estemos de acuerdo en que el espíritu, por absoluto que sea, nunca podrá ser abogado de la reacción.
N: ¡Sin embargo, siempre es abogado de la libertad!
S: ¿Cómo que «sin embargo»? La libertad es la ley del amor humano, no el nihilismo ni el resentimiento.
N: Cosas que, al parecer, a usted le asustan.

N: Trabajo, trabajo... ¡Por favor! No duden que dentro de un momento me tachará de misántropo, si me atrevo a evocar una época en la que su charlatanería no hubiese producido ningún efecto, a saber: los tiempos en que se tenía por más elevado justo lo contrario de su ideal. Bernardo de Claraval, por ejemplo, enseñaba un camino hacia la perfección a través de unos grados que Settembrini no puede ni imaginar. ¿Quieren saber cuáles son? El estadio inferior era para él «el molino», el segundo «los campos», y el tercero y más valioso (¡tápese los oídos, amigo Settembrini!) era «la cama». El molino es el símbolo de la vida mundana, una buena metáfora. El campo designa el alma del hombre laico, cultivada por el sacerdote y el director espiritual. Ese grado es ya más digno. Sin embargo, la cama...
S: ¡Basta! ¡Ya lo sabemos! –exclamó Settembrini–. ¡Señores, ahora les demostrará el uso y el fin de la alcoba!
N: No le creía tan pudoroso, Lodovico, sobre todo viéndole guiñar el ojo a las jovencitas...¿Dónde está la inocencia pagana? La cama es el lugar donde el amante se une a la amada, y se considera el símbolo del retiro contemplativo del mundo y de la criatura con objeto de encontrarse con Dios.
S: Puf! Andate, andate! –exclamó el italiano casi sollozando.
(Todos se echaron a reír. Settembrini, en cambio) , Deje, deje. Yo soy europeo, un occidental. Esos estadios de que habla obedecen a una clasificación puramente oriental. Oriente aborrece la acción. Lao Tsé enseña que el no-hacer es lo más provechoso de todo cuanto existe entre el cielo y la tierra. Si todos los hombres prescindieran de actuar, reinarían sobre la Tierra el descanso y la felicidad completos. ¡Ahí tiene su encuentro con la divinidad!
N: Lo que no se le ocurra a usted... ¿Y la mística occidental? ¿Y el quietismo, que cuenta entre sus adeptos a Fenelón y enseña que toda acción es un error porque querer ser activo es ofender a Dios, que es el único que debe obrar? Cito la doctrina de Miguel de Molinos. Parece, pues, que la posibilidad espiritual de encontrar la salvación en el reposo está universalmente difundida entre los hombres.

(En ese momento intervino Hans Castorp. Con la osadía propia de la ignorancia, se mezcló en la conversación e hizo las siguientes observaciones, mirando al vacío)

HANS: ¡Retiro, vida contemplativa! Aquí arriba vivimos en un aislamiento bastante considerable, hay que reconocerlo. Estamos a cinco mil pies de altura y, mientras reposamos en nuestras extraordinarias tumbonas, contemplamos el mundo y sus criaturas desde arriba y hacemos nuestras reflexiones. Pensándolo bien y a decir verdad, la cama, en mi caso la tumbona, entiéndame, me ha ayudado a perfeccionarme y a reflexionar sobre muchísimas más cosas que todos los años que había pasado antes allá abajo, en el «molino». Eso no se puede negar.
Settembrini le miró con sus ojos negros, que brillaban de un modo triste.
S: ¡Ingeniero! ¡Ingeniero!¡Cuántas veces le he dicho que cada cual debe saber bien quién es y pensar como le corresponde! El pilar del hombre occidental, a pesar de todas las doctrinas del mundo, es la razón, el análisis, la acción y el progreso, no la cama en la que reposa el monje que no hace nada.
N: ¿El monje? ¡Pero si fueron los monjes quienes cultivaron todo el suelo europeo! Gracias a ellos, Alemania, Francia e Italia ya no son bosques salvajes ni ciénagas inútiles, sino que producen trigo, frutas y vinos. Los monjes, señor mío, han trabajado siempre a base de bien.
S: Ebbè , lo que yo decía.
N: Permítame. El trabajo del religioso no era un fin en sí mismo, es decir, una forma de anestesia, ni buscaba hacer progresar el mundo u obtener ventajas económicas. Era un ejercicio puramente ascético, una parte de la disciplina de la penitencia, un remedio. Constituía una defensa frente a las tentaciones de la carne.,
S: Me alegro sinceramente de ver realizada la bendición del trabajo, incluso en contra de la voluntad del hombre.
N: En efecto, en contra de su voluntad. En eso radica la diferencia entre lo útil y lo humanamente natural.
S: Vuelve usted a caer en el dualismo.
N: Lamento su censura, pero es necesario discernir y separar y ordenar las cosas, y depurar la idea de homo Dei de todos los elementos que la contaminan. Por ejemplo, vosotros, los italianos, habéis inventado la banca y el oficio de los cambistas. ¡Que Dios os lo perdone! Los ingleses, en cambio, han inventado la doctrina económica de la sociedad, y eso jamás podrá perdonárselo el genio del hombre.
HANS: Por lo tanto, la profesión de militar (y, entonces hablamos de «servicio militar»), se ejerce sin ningún ánimo de lucro y no guarda ninguna relación con la «doctrina económica» de la sociedad, como usted decía también. Será por eso que los ingleses tienen tan pocos soldados... unos pocos para la India y otros pocos en el país para los desfiles...
S: Déjelo, ingeniero. La vida militar es moralmente indiscutible porque es puramente formal, porque carece de contenido propio. El soldado por excelencia es el mercenario que se enrola a favor de la causa que sea. Hay que hablar del soldado cuando se sabe por qué causa se bate.
N: El mero hecho de batirse constituye una característica básica de su existencia. Es posible que eso no baste, según ustedes, para convertir este estamento en «moralmente discutible», pero lo coloca en una esfera que está reñida por completo con la afirmación burguesa de la vida.
S: Lo que usted gusta llamar «afirmación burguesa de la vida», estará siempre dispuesto a defender, bajo cualquier forma, las ideas de la razón, la moral y su legítimainfluencia sobre las jóvenes almas volubles.
HANS: En la profesión de mi primo no conviene en absoluto preocuparse por la política, y en lo que se refiere a mí, renuncio voluntariamente porque no entiendo nada del tema.
S: Settembrini, como ya hiciera en otra ocasión, le reprochó tal indiferencia. Pues, a su juicio, las cosas adquirían un cariz favorable para la civilización. El ambiente general en Europa estaba dominado por ideas pacifistas, por planes de desarme. El ideal democrático progresaba. Turquía convertida en un estado nacional y constitucional... ¡Qué triunfo de la humanidad!
N: ¡La liberalización del Islam! –se burló Naphta–. ¡Qué bueno! El fanatismo ilustrado. ¡Fantástico! Por otra parte, eso le afecta a usted –añadió volviéndose hacia Joachim–. Si Abdul Hamid cae, la influencia de su ejército en Turquía habrá terminado y aparecerá Inglaterra como protector... Le aconsejo que tome muy en serio las explicaciones e informaciones de nuestro Settembrini –dijo a los primos en un tono que les sonó bastante impertinente, pues daba a entender que los primos podían no tomar en serio a Settembrini–. Está muy bien enterado de las cuestiones nacionales y revolucionarias. En su país se mantienen excelentes relaciones con el comité inglés de los Balcanes. ¿Pero qué será de los acuerdos de Reval, Lodovico, si triunfan sus turcos progresistas? Eduardo VII no querrá dejar el paso de los Dardanelos a los rusos, y si Austria opta por una política activa en los Balcanes a pesar de todo...
S: ¡Usted y sus profecías catastrofistas!. El zar Nicolás ama la paz. Gracias a él se celebraron las conferencias de La Haya, que siempre constituirán hechos morales de primer orden.
N: Claro, después de su pequeño fracaso en Oriente, Rusia tenía que concederse un respiro...
S: ¡Qué dice, hombre! No tiene derecho a burlarse del deseo de perfeccionamiento social de la humanidad. El pueblo que no secundara tales esfuerzos sin duda se expondría al rechazo moral. Usted no quiere ver más que una estratagema política en los generosos esfuerzos que la democracia realiza para imponerse en un plano internacional...
N: ¿No pretenderá que vea en ellos un gesto de idealismo o incluso de religiosidad? Son los últimos y débiles coletazos del instinto de conservación que le queda a un sistema mundial ya condenado. La catástrofe llegará, tiene que llegar, se avecina por todos los caminos y en todas las formas. ¡Piense en la política británica! La necesidad de Inglaterra de proteger sus colonias de la India es legítima. Pero, ¿y las consecuencias? El rey Eduardo sabe tan bien como usted y como yo que los gobernantes de San Petersburgo tienen que resarcirse de su derrota en Manchuria y que les urge evitar la revolución más que nada en este mundo. Y sin embargo, fomenta el afán de expansión de los rusos hacia Europa, despierta de nuevo las viejas rivalidades entre San Petersburgo y Viena.
S: ¡Ah, Viena! ¡Probablemente se preocupa de ese obstáculo al progreso del mundo porque ve en ese imperio en decadencia del que Viena es capital la momia del Sacro imperio romano-germánico!
N: Lo que yo veo es que usted es rusófilo, supongo que por la afinidad entre el humanismo y el césaro-papismo.
S: Señor mío, la democracia puede esperar mucho más del Kremlin que del Hofburg, y esto es una vergüenza para el país de Lutero y Gutenberg... ¡Hombre, por Dios! ¡Déjese usted de fatalidad! La razón humana sólo necesita saberse más fuerte que la fatalidad, ¡y lo es!
N: No se puede desear más que el propio destino. Y la Europa capitalista quiere alcanzar el suyo.
S: Se cree en la proximidad de la guerra cuando no se la abomina lo bastante.
N: Su rechazo, lógicamente, es inmediato, siempre y cuando no se remonte usted a los orígenes del Estado mismo.
S: El Estado nacional es el principio de ese mundo que usted se empeña en identificar con lo demoníaco. Pero convierta a todas las naciones en libres e iguales, proteja a los pequeños y a los más débiles de la opresión, haga justicia y ponga fronteras nacionales...
N: La frontera del Brenner, ya lo sé. La eliminación de Austria. Me gustaría saber cómo se puede solucionar eso sin una guerra...
S: Y a mí me gustaría saber si acaso he condenado yo alguna vez una guerra nacionalista...
N: ¿Lo he oído bien?
HANS: No, aquí he de apoyar al señor Settembrini, que el señor Settembrini nos ha hablado más de una vez, con gran entusiasmo, del principio del movimiento, de la rebelión y del perfeccionamiento del mundo. Y también nos ha dicho que este principio todavía debe superar grandes retos antes de imponerse en todas partes y hacer realidad la bienaventurada República universal. Según dijo, ese día no llegaría a pasitos de paloma sino sobre las alas del águila (esa imagen de las alas de águila fue lo que me asustó), y que Viena tendría que recibir un buen golpe si se quería abrir el camino a la felicidad. Así que, en efecto, no se puede decir que el señor Settembrini condene la guerra en general.
S: Voltaire mismo aprobó la guerra civilizadora y recomendó la guerra contra los turcos a Federico II.
N: ¡Y él, en lugar de eso, se alió con ellos! ¡Qué risa! Y luego lo de la República Universal... En fin, prefiero no preguntar qué será del principio del movimiento y la rebelión si llegan a hacerse realidad esa felicidad y esa unión universal. En ese momento, la rebelión se convertiría en un crimen...
S: Usted sabe perfectamente, y estos caballeros también, que se trata del progreso de la humanidad, concebido como un proceso infinito...
N: Y en lo que respecta a su República universal capitalista, mi querido profesor, me extraña mucho que hable usted de «instinto» al referirse a ella. Lo instintivo está directamente relacionado con lo nacional, y Dios mismo ha dotado a los hombres del instinto natural que incita a los pueblos a escindirse y formar diferentes Estados. La guerra...
S: ¡ La guerra!, incluso la guerra, señor mío, se ha llevado a cabo en nombre del progreso, como no me podrán negar si se remontan a ciertos acontecimientos de su época preferida: me refiero a las Cruzadas. Aquellas guerras civilizadoras favorecieron muy notablemente las relaciones políticas y comerciales entre los pueblos y reunieron al mundo occidental bajo el signo de un ideal.
N: Consiente usted demasiado en aras de los ideales. Tanto más cortésmente me permito corregirle, pues las Cruzadas, al margen del impulso que dieron al comercio, no trajeron consigo una unión y un equilibrio internacional, sino todo lo contrario; enseñaron a los pueblos a diferenciarse entre sí, y fomentaron el desarrollo de la idea de Estado nacional.
S: Sí, en aquellos tiempos el sentimiento de honor del Estado nacional comenzó a hacerse fuerte frente al abuso del poder (del clero)...
N: Y, sin embargo, lo que usted llama abuso del poder no es más que la idea de unión de los hombres bajo el signo del espíritu. Es lógico que, con su manía nacionalista, sientan ustedes horror hacia el imparable cosmopolitismo de la Iglesia. ¡Pero me gustaría saber cómo pretende conciliar esa idea con su radical rechazo de la guerra! Su derecho de gentes no es más que una interpretación deformada del ius divinum basándose en Rousseau, que no tiene nada que ver con la naturaleza ni con la razón, sino que se basa únicamente en la revelación...
S: ¡No discutamos por cuestiones de terminología, profesor! Llame ius divinum, si quiere, lo que yo honro con el nombre de derecho natural y derecho de gentes. Lo esencial es que, por encima de los derechos positivos de los Estados nacionales, se eleva un derecho superior y general que permite resolver difíciles conflictos de interés por medio de tribunales de arbitraje.
N: ¡Por medio de tribunales de arbitraje! ¡Qué espanto de expresión! Resolver conflictos a través de un tribunal burgués que juzga sobre cuestiones de la vida, investiga la supuesta voluntad de Dios y determina la historia. Bien, eso correspondería a sus «pasitos de paloma». ¿Y qué hay entonces de las alas del águila? ¡Ay, señor! ¡La moral burguesa no sabe lo que quiere! Clama por que se combata la disminución de la natalidad, exige que se reduzcan los gastos de crianza y educación, así como de la formación profesional. Y, sin embargo, el hombre se ahoga entre la masa, y el mercado del trabajo está tan saturado que la lucha por el pan de cada día supera a todos los horrores de todas las guerras pasadas. ¡Espacios abiertos y ciudades jardín! ¡Mejora de la especie! Pero ¿para qué necesita ser mejor si el progreso y la civilización aspiran a eliminar la guerra? La guerra sería el remedio contra todo ello: sería la solución para esa mejora de la especie e incluso para combatir la crisis de la natalidad.


JOAQUIN: ¿El tipo bajito? No me ha gustado demasiado. ¡Y además tiene nariz de judío! Fíjate bien. Sólo los semitas suelen ser tan bajitos y débiles. ¿De verdad tienes intención de visitar a ese hombre?
HANS: Naturalmente que iremos a verle. No quiero decir que, sólo con el encuentro de hoy, sepa adónde quiere ir a parar, pero si le vemos con cierta frecuencia tal vez lo averigüemos, y creo muy posible que así sea en la próxima ocasión y que aprendamos algo gracias a él.
JOAQUIN: ¡Lo dirás por ti, que cada día aprendes más cosas aquí arriba, entre la biología y la botánica y la naturaleza circular del tiempo! El «tiempo» te ha interesado desde el primer día. Sin embargo, estamos aquí para curarnos, no para hacernos más sabios.
HANS: ... creo que tiene miedo de muchas cosas que el pequeño Naphta no teme en absoluto, ¿sabes lo que te quiero decir? Y que sus conceptos de libertad y de valor son un tanto endebles. ¿Crees que tendría el valor de se perdre ou même de se laisser dépérir? No sé quién encontraría más adeptos, si Settembrini con su República universal burguesa, o Naphta con su cosmópolis jerarquizada.
JOAQUIN: Eso siempre pasa. Hablar y exponer opiniones siempre tiene como resultado la confusión. Te lo digo yo: lo importante no son las opiniones que alguien tiene, sino si es un hombre íntegro. Lo mejor es no tener ninguna opinión y cumplir con el deber.
HANS: Sí, tú puedes decir eso porque eres un mercenario y llevas una vida puramente formal. Mi caso es muy distinto, yo soy un civil y, en cierta manera, responsable de mí mismo. Y me pone nervioso ver semejante confusión, en la que uno predica la República universal y reniega de la guerra por principio y a la vez es tan patriota que reclama ante todo la frontera del Brenner, mientras el otro considera el Estado como una obra de Satanás y se espanta ante la idea de la unión de los pueblos y un momento después defiende el derecho del instinto natural y se burla de las conferencias de paz. Tenemos que volver a verle si pretendemos sacar algo en claro de todo ello. Dices que no estamos aquí no para hacernos más sabios, sino para curarnos. Tienen que poder conciliarse ambas cosas, querido primo, y si no lo crees así caes en el dualismo, y eso es siempre un gran error, tenlo en cuenta.


….

HANS: Venimos a charlar con usted un rato. ¿Qué es esto? Jamás había visto semejante expresión de sufrimiento. Es antiguo, ¿verdad? Es imposible que no produzca una profunda impresión en quien lo contemple. Jamás hubiera podido imaginar algo tan feo, perdóneme, y al mismo tiempo tan bello.
N: Es del siglo XIV. Los productos de un mundo espiritual y expresivo –contestó Naphta– siempre son feos de pura belleza y bellos de pura fealdad. Ésa es la regla. Se trata de una belleza espiritual, no de una belleza carnal, que es absolutamente estúpida. Por otra parte, también es una belleza abstracta –añadió–. La belleza del cuerpo es abstracta. Sólo posee realidad la belleza interior, la belleza de la expresión religiosa.
HANS: Ésa es una diferenciación y una apreciación sumamente acertada. Corresponde a la Edad Media tal como aparece en los libros. Aquí arriba, he tenido varias ocasiones de imaginar y reflexionar sobre la Edad Media. La doctrina económica social no existía en aquellos tiempos, eso es evidente. ¿Cómo se llamaba el escultor?
N: ¿Qué importa? El autor no es un individuo con nombre y apellidos, es una obra anónima y creada en común. Todo aquí revela de manera radical el sufrimiento y la debilidad de la carne.

S: Afirmó que tal forma de despreciar la naturaleza y su estudio iba en contra de la propia naturaleza humana y comenzó a despotricar contra el absurdo culto a la deformidad en que habían caído la Edad Media y las épocas que la habían imitado para ensalzar, en cambio, el gran legado de Grecia y Roma –el Clasicismo: la forma, la belleza, la razón y la noble serenidad de la naturaleza, elementos cuya principal función era apoyar la causa del hombre–.
Las atrocidades inhumanas y de la feroz intolerancia que caracterizaron a la época de que procede el artefacto ése que tengo a mis espaldas. La figura del inquisidor tan sanguinario. Estará usted muy lejos de considerar la espada y la hoguera como instrumentos del amor al prójimo.
N: Fue el amor al prójimo lo que puso en marcha la maquinaria con la cual la Convención Nacional limpió el mundo de «malos ciudadanos». Todos los castigos de la Iglesia, incluso la hoguera, incluso la excomunión, fueron impuestos para salvar el alma de condenarse eternamente, cosa que no puede decirse de la furia destructora de los jacobinos. Me permito subrayar que toda justicia inquisitorial y de sangre que no sea fruto de la fe en un más allá es una bestialidad sin sentido. Y, en cuanto a la pérdida de la dignidad humana, su historia coincide exactamente con la del espíritu burgués. Todo lo que enseñaron el Renacimiento y la Ilustración, así como las ciencias naturales y las doctrinas económicas del siglo diecinueve, pero absolutamente todo, ha contribuido de alguna manera a esta pérdida.
S: ¡Eh, eh, un momento!, los argumentos de nuestro pobre gran Galileo han demostrado ser más que convincentes.
N: Es verdadero lo que es beneficioso para el hombre. En el hombre está comprendida la naturaleza entera, sólo él fue creado auténticamente en toda la naturaleza, y toda la naturaleza fue creada sólo para él. El hombre es la medida de todas las cosas y su felicidad es el criterio de la verdad. Durante los siglos de hegemonía del cristianismo primó indiscutidamente la idea de que las ciencias naturales no tenían relevancia alguna para el hombre. Si la filosofía platónica se ha preferido a cualquier otra es porque no tenía por objeto el conocimiento de la naturaleza, sino el conocimiento de Dios. Puedo asegurarle que la humanidad va en camino de volver a ese punto de vista y darse cuenta de que la misión de la verdadera ciencia no es perseguir descubrimientos inútiles. Es pueril creer que la Iglesia ha querido defender las tinieblas frente a la luz. La Iglesia ha hecho muy bien en condenar un afán de un conocimiento que prescinde de las referencias a lo espiritual y del objetivo de alcanzar la felicidad; y lo que ha sumido y sume al hombre en las tinieblas es, por el contrario, esa ciencia natural «sin prejuicios» y apartada de la filosofía.
S: Esto abre la puerta a todos los crímenes; en cambio, la verdad humana, la justicia individual y la democracia... ¡Quién sabe dónde quedan!
N: Le invito a que piense con un poco de lógica –contestó Naphta–. Puede ser que Ptolomeo y la escolástica tengan razón, y que el mundo sea finito en cuanto al espacio y al tiempo. De ser así, la divinidad es trascendente, la oposición entre Dios y el mundo se mantiene, y, por lo tanto, también el hombre es un ser dual. El problema de su alma consistiría en el conflicto entre lo físico y lo metafísico, y todo lo social quedaría en un plano muy secundario. Ésta es la única forma de individualismo que me parece sostenible. O, por otro lado, puede ser que sus astrónomos renacentistas encontraran la verdad y que el universo sea infinito. En este caso, no hay ningún mundo suprasensible, no hay dualismo alguno. El más allá estaría integrado en el mundo real; la oposición entre Dios y la naturaleza se disolvería y, entonces, la individualidad humana dejaría de ser el lugar donde se enfrentan dos principios opuestos para convertirse en una unidad armoniosa. Por consiguiente, el conflicto interior del hombre tan sólo consistiría en el conflicto entre los intereses del individuo y los de la colectividad, lo que dictaría la ley moral sería el criterio de utilidad para el Estado, una idea enteramente pagana. Una cosa o la otra.
S: ¡Protesto! Protesto contra esa insinuación de que el Estado moderno implica una especie de subyugación demoníaca del individuo. Protesto por tercera vez contra esa insultante disyuntiva entre el espíritu prusiano y la reacción gótica ante la cual pretende usted ponernos. La democracia no tiene otro sentido que el de consolidar un correctivo individualista frente a cualquier forma de absolutismo del Estado. ¡Decir que el Renacimiento es el origen de la idolatría del Estado! ¡Menuda lógica de tres al cuarto! Las conquistas, y mire que utilizo esta palabra en su sentido etimológico, las grandes conquistas del Renacimiento y la Ilustración, señor mío, se llaman individualidad, derechos humanos, libertad.
N: Intentaba introducir un poco de lógica en nuestra conversación y usted me responde con grandes términos. Claro que sabía que el Renacimiento dio a luz a lo que llamamos liberalismo, individualismo y humanismo burgués. Pero sus «sentidos etimológicos», eso me deja indiferente, pues la heroica edad de las conquistas, de sus ideales, ha quedado atrás hace mucho tiempo; esos ideales están muertos o, cuando menos, agonizantes, y los que han de darles el golpe de gracia ya están a las puertas. Usted se define, si no me equivoco, como un revolucionario. Pero si cree que el resultado de las revoluciones futuras será la libertad, se equivoca. El principio de la libertad ya se ha hecho realidad y se ha superado a lo largo de quinientos años. Una pedagogía que, aún en nuestros días, se considere hija de la Ilustración y fundamente sus recursos educativos en la crítica, la liberación y el culto al «yo», o en la eliminación de determinadas formas de vida que obedecen a criterios absolutos, una pedagogía semejante tal vez logre ciertos éxitos retóricos momentáneos, pero su carácter atrasado, obsoleto, es patente al entendido por encima de todo. Todas las instituciones educativas verdaderamente eficaces han sabido desde siempre lo que en realidad importa en la pedagogía: autoridad absoluta, disciplina de hierro, sacrificio, negación del «Yo» y violación de la individualidad. En último término, es muestra de un profundo desconocimiento de la juventud el creer que siente placer en la libertad. El placer más profundo de la juventud es la obediencia.
(Joachim se puso firme. Hans Castorp se ruborizó. El señor Settembrini, inquieto, se retorcía los hermosos bigotes).
No, no son la liberación y expansión del yo lo que constituye el secreto y la exigencia de nuestro tiempo. Lo que necesita, lo que está pidiendo, lo que tendrá es... el terror.
S: ¿Y se me permite saber quién o qué supone usted que encarnará ese... repito la palabra muy a mi pesar... terror?
N: No creo equivocarme al suponer que estamos de acuerdo en admitir un estado original e ideal de la humanidad, un estado sin organización social y sin violencia, un estado de unión directa de la criatura con Dios en el que no existían el poder ni la servidumbre, no existían la ley ni el castigo, ni la injusticia, ni la unión carnal, ni la diferencia de clases, ni el trabajo ni la propiedad; tan sólo la igualdad, la fraternidad y la perfección moral.
S: Estoy de acuerdo excepto en el punto de la unión carnal.
N: Como quiera. Estamos básicamente de acuerdo en lo que se refiere a ese estado original y paradisíaco en que la humanidad vivió sin necesidad de justicia y en unión directa con Dios, estado que el pecado original comprometió. Creo que todavía podemos ir juntos un trecho más si entendemos el origen del Estado como un contrato social cerrado que, en respuesta a ese pecado, se establece para guardar al hombre de la injusticia, y si vemos también ahí el origen del poder soberano.
S: El contrato social... Eso es la Ilustración, Rousseau ...
N: Aquí se separan nuestros caminos. El hecho de que, originariamente, la totalidad del poder y la soberanía se encontrasen en manos del pueblo y de que éste transfiriese al Estado, al príncipe, su derecho a establecer y a hacer cumplir unas leyes, así como todo su poder, dio pie a la escuela que usted tanto defiende sobre todo, el derecho revolucionario del pueblo frente a la realeza. Nosotros (se refiere a los jesuitas), tal vez no menos revolucionarios que ustedes, hemos optado, desde siempre, por defender, en primera instancia, la supremacía de la Iglesia sobre el Estado. Pues, si el Estado no llevase escrito en la frente que no es divino sino humano, bastaría con referirse a ese mismo hecho histórico de que está cimentado en la voluntad del pueblo y no en el mandato divino, como es el caso de la Iglesia, para demostrar que, si no es directamente un producto del mal, al menos sí lo es de la miseria y de las carencias que trae consigo el pecado. Ya sé lo que piensa del Estado nacional. «El amor a la patria y la infinita sed de gloria pasan por encima de todo.» No parece haberle afectado en nada la idea de que el alma de ese Estado sea el dinero. ¿O pretende discutírmelo? La Antigüedad era capitalista porque creía en el Estado. La Edad Media cristiana reconoció perfectamente el capitalismo inmanente al Estado laico. «El dinero será emperador» es una profecía del siglo once. ¿Niega usted que esto se haya hecho realidad literalmente y que, con ello, la vida se haya convertido en algo demoníaco sin remisión? Usted es el portavoz de una clase social que representa una forma de libertad que ha llevado el mundo a la decadencia. Puede usted ahorrarse la réplica, pues conozco bien la ideología política de la burguesía. Su objetivo es el imperio democrático, la elevación del principio del Estado nacional hasta un nivel universal: el Estado universal. ¿Y quién será el emperador de ese imperio? Ya lo conocemos. Su utopía es espantosa y, sin embargo, en este punto estamos de acuerdo, ya que, de algún modo, su república universal capitalista es trascendente, su Estado universal viene a ser la trascendencia del Estado laico. El Papa no quiso hacerse con el poder para él mismo, sino que su dictadura, en calidad de representante de Dios en la tierra, no era más que el medio y el camino para alcanzar la salvación final, una forma de transición entre Estado pagano y el reino de los Cielos. Usted ha hablado a esos jóvenes de ciertas atrocidades cometidas por la Iglesia, de su intolerancia y sus terribles castigos, y ahí no ha estado nada acertado, pues es obvio que el fervor religioso bien entendido nunca puede ser pacifista; y fue el papa Gregorio quien dijo: «Maldito sea el hombre que contenga su espada ante la sangre». Ya sabemos que el poder es malo. Pero, para que ese reino llegue, la dicotomía entre el bien y el mal, entre el más allá y el mundo en que vivimos, entre el espíritu y el poder, debe ser eliminada temporalmente en un principio que reúna el ascetismo y el poder. Eso es lo que yo llamo la necesidad del terror.
S: Pero ¿quién lo encarnará? ¿Quién será?
N: ¿Me lo pregunta? ¿Acaso escapa a su escuela de Manchester la existencia de una doctrina social que signifique la victoria del hombre sobre el economismo y cuyos principios y objetivos coincidan exactamente con los del reino cristiano de Dios? Los padres de la Iglesia califican «mío» y «tuyo» de palabras funestas, y la propiedad privada de usurpación y robo. Han condenado la propiedad porque, según el derecho natural y divino, la tierra pertenece a todos los hombres y, por consiguiente, produce sus frutos para beneficio general de todos. Han enseñado que sólo la codicia, fruto del pecado original, invoca los derechos de posesión y ha creado la propiedad privada. Han sido lo bastante humanos y enemigos del mercantilismo para considerar la actividad económica en general como un peligro para la salvación del alma, es decir: para la humanidad. Han odiado el dinero y los negocios monetarios y han dicho de la riqueza capitalista que alimenta las llamas del infierno. El principio fundamental de la doctrina económica, a saber, que el precio es el resultado del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido profundamente despreciado por ellos, como también han condenado el hecho de aprovecharse de la coyuntura para explotar con cinismo la miseria del prójimo. Y aún hay una forma de explotación más criminal a sus ojos: la explotación del tiempo, ese delito que consiste en cobrar una prima por el mero transcurso del tiempo, es decir: los intereses, y abusar así, para ventaja de unos y a costa de otros, de una institución divina y universal para todos como es el tiempo. En efecto, el espíritu de esos hombres considera repugnante la idea de un aumento automático del dinero, han calificado de usura todos los negocios relacionados con la especulación o los intereses del capital y han declarado que todo rico era o bien un ladrón o el heredero de un ladrón. Han ido aún más lejos. Han llegado a sostener, como santo Tomás de Aquino, que el comercio en general, el mero negocio, o sea: la compra y la venta que proporciona un beneficio sin transformación ni mejora alguna del objeto de tales operaciones, es un oficio vergonzante. Exigían que una actividad productiva fuese entendida como condición de toda ventaja económica y la medida de la honorabilidad. Eran honrosas a sus ojos las labores del campesino y del artesano, pero no la actividad del comerciante ni del industrial, pues querían que la producción se adaptase siempre a las necesidades y sentían horror por la producción a gran escala. Todos esos principios y esa escala de valores económicos han resucitado, después de siglos de marginación, en el moderno movimiento del comunismo. El proletariado mundial, que ahora opone la humanidad y los criterios del Estado de Dios a la degeneración burguesa y al capitalismo. La dictadura del proletariado, esa condición de la salvación política y económica de nuestro tiempo, no tiene el sentido de una soberanía por la soberanía misma y de validez eterna, sino el de una solución provisional del conflicto entre el espíritu y el poder bajo el signo de la cruz, el sentido de una superación del mundo terrenal a través del poder sobre el mundo, el sentido de una transición, de la trascendencia, el sentido del reino de Dios. Su misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida en Dios sin Estado ni clases sociales.
S: ¡Sorprendente! Ciertamente debo admitir que estoy conmocionado, no esperaba nada parecido. Roma locuta. ¡De qué manera! ¡Y de qué manera se ha expresado! Para empezar, ha tratado de hacernos comprender un individualismo cristiano basado en la dualidad entre Dios y el mundo, para luego demostrarnos su primacía sobre toda moral determinada por la política. Pocos minutos después proclamaba el socialismo hasta el extremo de la dictadura y del terror. ¿Cómo puede compaginar esas cosas?
N: Las contradicciones pueden conciliarse. Sólo las mediocridades y las medias verdades son imposibles de conciliar. El individualismo que defiende usted, como ya he dicho antes, es una de esas medias tintas, un compromiso, una concesión. Mejora algo la moral pagana del Estado con un matiz cristiano, con un poco de «derecho del individuo», con un poco de eso que llama libertad. Eso es todo. Por el contrario, un individualismo que parte de la importancia cósmica, de la importancia astrológica del alma del individuo, que entiende lo humano no como un conflicto entre el yo y la sociedad, sino como un conflicto entre el yo y Dios, entre la carne y el espíritu, un individualismo semejante, verdadero, es perfectamente compatible con la más estrecha idea de comunidad.
HANS: Un individualismo anónimo y colectivo...
S: Cállese, ingeniero. Instrúyase, pero no produzca. Analicemos todas sus consecuencias... Con la industria, el comunismo cristiano reniega de la técnica, las máquinas y el progreso. Al rechazar lo que usted llama la actividad comercial, el dinero y los negocios monetarios a los que la Antigüedad concedió una categoría muy superior a la agricultura y la artesanía, también está negando la libertad. Pues salta a la vista que, por ese camino, como sucediera en la Edad Media, todas las relaciones privadas y públicas estarían estrechamente vinculadas a la tierra, a la posesión de tierras; y también... me cuesta decirlo: la individualidad. Si la tierra, el suelo, es lo único que proporciona el alimento, también será lo único que conceda la libertad. Los artesanos y campesinos, por honorables que puedan ser, no poseen suelo y, por tanto, son siervos de quienes sí lo poseen. En efecto, hasta muy avanzada la Edad Media, la gran masa de la población, incluso en las ciudades, se componía de siervos. En el curso de nuestra conversación ha dejado caer usted ciertos comentarios sobre la dignidad humana. Sin embargo, defiende una moral económica que comprende directamente la servidumbre y la falta de dignidad de la persona.
N: Usted constata que la moral económica cristiana, con toda su belleza y su humanidad, implica la servidumbre. Yo, por mi parte, me doy cuenta de que la causa de la libertad, la causa de las unidades, por formularlo de un modo más concreto, está vinculada históricamente a la degeneración más inhumana de la moral económica, a todos los horrores del comercio y la especulación modernos, al demoníaco imperio del dinero, del negocio por encima de todo.
S: … ¡Vengan, señores! ¡Addio, padre!

( Ahora había llamado a Naphta «padre». Hans Castorp tomó nota de ello arqueando las cejas). Era un simple desván, con las vigas desnudas, y en él se respiraban una desahogada atmósfera de granero y un olor a madera caliente. No obstante, aquel desván tenía dos departamentos y en ellos se alojaba el capitalista republicano: servían de estudio y de dormitorio al brillante humanista consagrado a la Sociología del sufrimiento).

S: Señores, desearía prevenirles del individuo que acabamos de visitar. La lógica es su forma, pero su esencia es la confusión.Vivo bajo el mismo techo que ese caballero y es difícil no coincidir con él. Naphta es un hombre con la cabeza muy bien amueblada, algo poco frecuente. Le gusta hablar y debatir, y yo también soy así. Que me condene quien quiera, pero yo no dejo pasar ninguna ocasión de batirme en duelo de ideas cuando encuentro un contrincante a mi altura. No tengo a nadie en millas y millas a la redonda... Peleamos a muerte, casi a diario, pero reconozco que el atractivo de nuestra relación se halla precisamente en el tremendo choque de nuestras ideas. Necesito esa fricción. Las convicciones no perviven si no tienen ocasión de luchar, y yo, por mi parte, tengo sólidas convicciones. En cambio ustedes están desarmados ante semejante despliegue de trampas intelectuales, están expuestos al peligro de sufrir en su espíritu y en su alma las terribles consecuencias de esa rabulística medio fanática y medio perversa.
HANS: Ese señor Naphta ha hablado mucho en contra del dinero, del alma del Estado, y de la propiedad privada que, según él, es una forma de robo; en resumen, se ha mostrado contrario a la riqueza capitalista, de la que ha dicho, según creo haber entendido, que alimenta el fuego del infierno, y ha alabado con sumo entusiasmo la condena de la usura en la Edad Media. Y, al mismo tiempo, él mismo... Perdóneme, pero me parece que ese hombre tiene que ser... Bueno, es una verdadera sorpresa entrar en su casa. Toda esa seda..... esos preciosos muebles antiguos, la Pietà del siglo catorce..., la lámpara veneciana..., el joven criado de librea..., el abundante brazo de chocolate..., tiene que ser un hombre muy...
S: El señor Naphta es tan poco capitalista como yo.
HANS: ¿Cómo puede ser eso, señor Settembrini?
S: Ésos (los jesuitas) no dejan que los suyos mueran de hambre. El señor Naphta no es «padre» propiamente dicho; la enfermedad no le permitió alcanzar ese grado. Pero es miembro de la orden y, aunque estuviese unido a ella por un lazo todavía más débil, no le faltaría nada. La orden, sin embargo, dispone de riquezas inmensas y cuida bien de los suyos, como han podido ver. Supongo que tranquiliza su conciencia anticapitalista vivir en las habitaciones de un pobre, así no tiene que plantearse cómo vive en ellas. Y también debe de ser cuestión de discreción. No se debe alardear de lo bien cubiertas que tiene uno las espaldas... ¡por el demonio! Más vale ocultarse tras una fachada poco aparente y desplegar sus eclesiásticos gustos por el lujo y las sedas de puertas adentro...
HANS: ¿Es ortodoxo su pensamiento como jesuita? Eso es lo que me intriga, porque ha dicho una serie de cosas, ya sabe a las que me refiero, sobre el comunismo moderno y sobre el fervor del proletariado, el cual no debe contener sus manos a la hora de derramar sangre.
S: Es muy sencillo. El señor Naphta es, en efecto y en primera instancia, jesuita; un jesuita convencido en todos los aspectos. Pero, en segundo lugar, es un hombre de talento, y como tal, busca nuevas combinaciones, adaptaciones, relaciones entre las cosas y variaciones acordes con la época.
S: Una vez más, mis jóvenes amigos, les prevengo. No puedo impedir que cultiven una amistad que acaban de hacer si se sienten movidos por la curiosidad. Ahora bien, guarden bien su corazón y su alma. Se lo definiré en una sola palabra: ¡es un voluptuoso! No tiene nada que ver con el cuerpo, hablo en un sentido más amplio y espiritual. Si cae en la dualidad y concibe la muerte como elemento aislado, dicha voluntad del espíritu la convierte también en una fuerza propia, una fuerza real; una fuerza opuesta a la vida, un principio negativo; la convierte en la mayor perversidad y su reino es el reino de la voluptuosidad. Me preguntarán: ¿por qué de la voluptuosidad? Y yo les contesto: porque la muerte desata y libera, porque la muerte es liberación, pero no liberación del mal, sino liberación maligna. Libera del peso de las costumbresy de la moral, libera de la disciplina y del decoro, libera todo en aras del placer. Todos sus pensamientos son de naturaleza voluptuosa, ya que se escudan en la idea de la muerte. Y la muerte es un poder de los más perversos. Es una fuerza que atenta contra la civilización, el progreso, el trabajo y la vida.

…....

El concepto de lo político estaba psicológicamenteunido al concepto de catolicismo, ambos formaban una misma categoría que comprendía todo lo objetivo, lo activo, todo lo relacionado con la acción y la realización directa, con su repercusión en el mundo real. A esta categoría se opondría la postura protestante, pietista, surgida de la mística. En el pensamiento jesuítico, añadió, se hacía patente la naturaleza pedagógica y política del catolicismo, ya que esta orden había considerado desde siempre que el arte de la política y la educación eran jurisdicción suya. Y, como colofón, citó a Goethe, quien, aun teniendo sus raíces en el pietismo y siendo un claro representante del protestantismo, su pensamiento contenía un fuerte elemento católico, que se evidenciaba en su realismo y en su doctrina de acción. Goethe había defendido la práctica de la confesión y, en su educador, se había mostrado muy próximo a los jesuitas.

Los argumentos de Naphta para justificar la pobreza (penitencia para el que la sufre y compasión para el que da como una forma de salvar su alma), algo que a ambos interesa; y la justificación de la tortura como una forma de poner en vereda al cuerpo ya que lo único que vale es el espíritu. Ufff.
¿Acaso era posible calificar de inhumanas o bárbaras las autoflagelaciones que praticaban los miembros de ciertas órdenes o sectas, o incluso personas corrientes, a fin de fortalecer en su interior el principio del espíritu?
Tal vez si el señor Settembrini hubiese tenido a su lado a una santa Isabel, cuando la debilidad de su cuerpo le impidió ir a aquel congreso sobre el progreso de Barcelona... (Todos rieron)

N: La historia del ejercicio de la justicia durante la Edad Media. De hecho, tal historia daba fe de un proceso de progresiva racionalización en el que, poco a poco, los criterios racionales habían eliminado a Dios de la jurisprudencia. El juicio de Dios había caído en desuso porque la gente se dio cuenta de que quien triunfaba era el más fuerte, fuera eso justo o no. Por evidentes que fuesen las pruebas, la condena no se consideraba legítima si faltaba la confesión. ¿Cómo obtenerla? Si el espíritu se mostraba reacio a hacerlo, no quedaba más remedio que dirigirse al cuerpo, al que era mucho más fácil acceder. La tortura como medio de obtener la indispensable confesión constituía una exigencia de la razón. Ahora bien, era la gente como el señor Settembrini la que había reclamado e introducido tal recurso para obtener la confesión; por consiguiente, también era la autora de la tortura.
S: En el supuesto de que todo hubiese sido como Naphta pretendía, de que la razón hubiera inventado de verdad aquel horror, como mucho se demostraría lo necesitada de apoyo e ilustración que había estado siempre dicha razón.
….

Hans Castorp creía que Naphta se declararía partidario de la pena de muerte. En su opinión, Naphta era tan revolucionario como Settembrini, aunque lo era en un sentido conservador. Era, pues, un revolucionario del pensamiento conservador.
Naphta prefería considerar sospechoso al arte antes que reconocer que el arte era capaz de restituir la dignidad humana hasta en el más degenerado de los hombres. Era imposible ganarse a la juventud en busca de luz ante semejante fanatismo. Acababa de formarse una liga internacional cuyo objeto era la abolición de la pena de muerte en todos los países civilizados. Settembrini tenía el honor de ser uno de sus miembros.

Después de eso, «la juventud en busca de luz» pudo ver cómo Naphta echaba por tierra sus argumentos uno por uno. Afirmó que la filantropía de su señor adversario apuntaba a arrebatar a la vida todos sus elementos de verdadero peso y verdadera seriedad, partía de la castración de la vida, por más que dijera basarse en el determinismo científico. Sin embargo, lo cierto era que el determinismo no sólo no eliminaba el concepto de culpa, sino que lo reforzaba y lo hacía aún más terrible. El criminal era tan consciente de su culpa como de sí mismo. Pues cada cual era como era y no podía ni quería ser diferente; en eso precisamente consiste la culpa. Naphta trasladaba la idea de culpa y de merecido castigo del terreno empírico al metafísico. En las acciones de cada uno, en su actuación, reinaba el determinismo, eso era evidente: ahí no había libertad posible; en el ser de cada uno, en cambio, sí que la había. El hombre era como había querido ser y como seguiría queriendo ser hasta su aniquilación; si mataba porque «se moría de deseos de matar», tampoco era un precio tan alto que le costase la vida. Pagaba, pues, con ella el haber experimentado el placer más profundo.

S: ¿Es que tiene usted ganas de matar?
N: Eso no le incumbe. Pero si lo hubiese hecho me reiría a la cara de una postura humanitaria tan ignorante que estuviera dispuesta a costear mi sustento hasta el fin de mis días. Ambos (a solas, en la más estrictica intimidad, en unas circunstancias que sólo pueden repetirse si dos personas viven una misma experiencia dos veces), el uno como sujeto activo, el otro pasivo, comparten un secreto que los une para siempre. Sus destinos son inseparables.
S: Settembrini confesó con frialdad que era absolutamente incapaz de comprender tal misticismo de la muerte y del asesinato, y que tampoco lo lamentaba. No sentía ninguna envidia de él. De un mundo en el que la virtud, la razón y la salud no importaban nada, en tanto que los vicios y la enfermedad disfrutaban de la más alta consideración.
N: La virtud y la salud no constituían estados espirituales, religiosos. La religión no tenía absolutamente nada en común con la razón y con la moral. Porque, en el fondo, no tenía nada que ver con la vida. Naphta puntualizó que Settembrini no estaba planteando los términos correctamente. Lo decisivo en su visión del mundo era que hacía de Dios y del Diablo dos figuras o dos principios distintos, y que colocaba la «vida» –exactamente igual que en la Edad Media– entre ambos como el objeto por el que ambos luchaban. Sin embargo, en realidad eran una misma fuerza, y era ésta la que, como principio religioso que ambos representaban, se oponía a la vida, a la vida burguesa, a la ética, a la razón y a la virtud.
S: ¡Menuda mezcolanza más repugnante! El bien y el mal, la santidad y el crimen, ¡todo revuelto! ¡Sin criterio, sin voluntad! ¡Sin la capacidad de rechazar lo que es rechazable! –¿Sabía el señor Naphta dónde estaba cayendo al confundir a Dios y al Diablo en presencia de aquellos jóvenes y al negar el principio ético en nombre de aquella abominable fusión de ambos? Negaba el valor, cualquier escala de valores... ¡Era espantoso! Así que, según él, no existirían ni el Bien ni el Mal, sino únicamente un universo sin organización moral. Tampoco existiría el individuo en su dignidad crítica, sino sólo un colectivo que lo engulliría y neutralizaría todo. ¡Una especie de desintegración mística en la comunidad! El individuo...
N: Para ser individualista había que conocer la diferencia entre la moralidad y la felicidad, lo cual no era precisamente el caso de dicho caballero monista e iluminado. Cuando se era tan estúpido como para considerar la vida un fin en sí mismo, sin plantearse siquiera que pudiese tener un sentido o una finalidad superiores, lo que reinaba era una ética social, una moralidad propia de los animales vertebrados, pero no un verdadero individualismo, pues éste sólo podía darse en el ámbito religioso y místico, en eso que él había llamado «universo sin organización moral». ¿Qué se proponía, pues, la moral del señor Settembrini? Era una moral ligada a la vida, es decir, puramente utilitaria; no había nada heroico en ella, casi inspiraba lástima. Servía para llegar a viejo, ser feliz y rico y estar sano... y nada más. ¡Y esa aburguesada doctrina de la razón y del trabajo era considerada como una ética! Él, Naphta, por su parte, volvía a permitirse tacharla de mezquina concepción burguesa de la vida.



…...






Sin embargo, nada se ordenaba ni se aclaraba, pues todo eran contradicciones y paradojas irresolubles. Los duelistas se contradecían mutuamente y a sí mismos.
…...
No menos enredada estaba la discusión sobre el objeto y el Yo: aquí la confusión, que además siempre giraba en torno a lo mismo, era total, hasta el punto que ya nadie podía saber cuál de los dos era en realidad el religioso o el lego. Naphta prohibía a Settembrini, en términos severos, calificarse de «individualista», puesto que negaba la oposición entre Dios y la naturaleza y sólo veía el problema del hombre, el conflicto interno de la individualidad, como una cuestión de intereses particulares frente a unos intereses generales, con lo cual suscribía una moralidad burguesa y vinculada a la vida en la cual se concebía la vida como un fin en sí mismo, desde una perspectiva utilitarista totalmente carente de heroísmo, y la ley moral al servicio del Estado. Naphta, en cambio, muy consciente de que el problema del hombre radicaba en el conflicto entre lo sensible y lo suprasensible, representaba el verdadero individualismo, el individualismo místico, y era el verdadero defensor de la libertad y del Yo.
No cabía duda de que Settembrini era un pedagogo entusiasta, entusiasta hasta llegar a ser un auténtico incordio, pero en lo que respectaba a la objetividad ascética y la renuncia al propio Yo, sus principios no podían rivalizar con los de Naphta en modo alguno. ¡Obediencia ciega! ¡Disciplina de hierro! ¡Violación de la individualidad! ¡Terror!
Era el reglamento militar de Federico de Prusia y de Ignacio de Loyola, devoto y estricto hasta derramar sangre por sus principios; y ahí entraba en juego la cuestión de cómo Naphta podía defender un concepto de absoluto tan radical … si no creía en la verdad, en aquella verdad objetiva y científica que, según Lodovico Settembrini, era la ley suprema de toda moral humana. En este caso era Settembrini quien daba muestra de devoción y rigor, en tanto que resultaba inconsistente e incluso frívolo por parte de Naphta afirmar que la verdad estaba en el hombre y que era lo que a éste más le convenía. ¿Acaso esta definición de la verdad en función de los intereses del hombre no reflejaba una visión del mundo muy burguesa, filistea y utilitarista en el peor de los sentidos? No había en ella demasiada objetividad de hierro, sino mucha más libertad y subjetividad de las que Leo Naphta estaba dispuesto a reconocer... y, al mismo tiempo, aquello era una forma de política en un sentido muy parecido al que proclamaba la frase de Settembrini: «la libertad es la ley del amor al prójimo». Eso implicaba, obviamente, vincular la libertad al hombre, al igual que Naphta vinculaba al hombre la verdad. Era una postura claramente más devota que libre, y ésta era una diferenciación que empezaba a correr peligro ante esas nuevas definiciones. ¡Ay, ese señor Settembrini! No en vano era literato, es decir: nieto de un político e hijo de un humanista. Se entregaba a la crítica y a la maravillosa emancipación de la humanidad, y luego piropeaba a las muchachas por la calle, mientras que el pequeño y mordaz Naphta debía guardar rigurosos votos. Y, por otra parte, el libre pensamiento de éste rayaba en el libertinaje; sin embargo, aquél era un fanático de la virtud, por así decirlo. Settembrini tenía miedo del «espíritu absoluto» y quería identificar el espíritu con el progreso democrático a toda costa, horrorizado por el libertinaje religioso del implacable Naphta, que mezclaba los conceptos de Dios y el Diablo, la santidad y el crimen, el genio y la enfermedad, y no agotaba ninguna escala de valores, ningún juicio de la razón y ninguna forma de voluntad. ¿Quién era, pues, libre; quién devoto? ¿Qué determinaba el verdadero estado, o la verdadera situación del hombre? ¿La anulación de la individualidad dentro de la comunidad, que lo engullía y neutralizaba todo, lo cual obedecía a un principio libertino y ascético a la vez, o bien la «individualidad crítica» en la que entraban en conflicto la frivolidad y el austero rigor burgués?

En aquel complejísimo entramado, reinaba la más tremenda confusión, y Hans Castorp tenía la sensación de que también los adversarios se habrían mostrado menos encarnizados en su querella si esa confusión no hubiese pesado sobre su propia alma.



….....



Así que si a espaldas de Naphta Hans sabe de la condición de jesuita de Naphta por boca de Settembrini; es ahora por boca de Naphta que Hans conoce de la condición de francmasón de Settembrini.

N; Esa fe en la razón, la libertad, el progreso de la humanidad y todo ese baúl de los recuerdos rebosante de virtudes burguesas acordes con los más bellos ideales clásicos. Esos fósiles, vestigios de realidades de otro tiempo que el espíritu ha dejado tan atrás que incluso se niega a asociarlas al concepto de lo real, se perpetúan por inercia; y ese peso muerto impide fatalmente que las ideas anticuadas siquiera tomen conciencia de hasta qué punto lo están. Me expreso en términos generales, pero usted puede aplicar estas generalidades a cierto liberalismo humanitario que siempre cree defender una postura heroica ante el despotismo y la autoridad. Habrá tenido que prestar juramento de silencio y obediencia.
HANS: ¿De obediencia también? Oiga, profesor, entonces me parece que no tiene ninguna razón para tachar de terrorista y exaltada la profesión de mi primo. ¡Silencio y obediencia! Jamás hubiera creído que un hombre tan liberal como Settembrini pudiera someterse a condiciones y juramentos tan españoles. Creo percibir cierto matiz militar y jesuítico en la francmasonería.
N: Tiene algo de terrorista, es decir, antiliberal. Descarga la conciencia individual y, en nombre de un fin absoluto, santifica todos los medios, incluso los más sangrientos, incluso el crimen. Hay razones para suponer que, en las logias masónicas, la unión de los hermanos se sellaba simbólicamente con sangre. Una hermandad nunca es contemplativa, sino, por naturaleza, organizadora en un sentido absoluto. Usted ignora, sin duda, que el fundador de la secta de los Iluminados, que durante algún tiempo, prácticamente se fundió con la francmasonería, fue un antiguo miembro de la Compañía de Jesús. Adam Weishaupt organizó su hermandad humanitaria secreta siguiendo exactamente el modelo de la orden de los jesuitas. Se mezclaron objetivos puramente racionalistas, progresistas, políticos y sociales, con un culto singular a las cienciasocultas del Oriente, a la sabiduría hindú y árabe, y al conocimiento de las ciencias de la magia. En cierto modo, se trataba de una vuelta a ciertas órdenes de caballeros de la Edad Media, a la de los Templarios en particular, quienes, ante el patriarca de Jerusalén, prestaban juramento de pobreza, de castidad y de obediencia. Hoy todavía, los más altos grados dentro de la jerarquía masónica llevan el título de «príncipe de Jerusalén». El resurgimiento de los Templarios no significamás que la reanudación de tales relaciones, la irrupción de fermentos irracionales en un mundo de ideas progresistas, racionales y pragmáticas. A eso se debe que la francmasonería ganara un nuevo atractivo y un nuevo esplendor en aquella época. Atrajo a muchos individuos que estaban cansados del racionalismo del período, de su ilustración y su educación en nombre del ideal de humanidad. Settembrini no recuerda con gusto que hubo un tiempo en que su orden se atrajo toda la antipatía que el liberalismo, el ateísmo y la razón enciclopédica sienten de ordinario hacia el complejo ateísmo y la razón enciclopédica sienten de ordinario hacia el complejo Iglesia-Catolicismo-monjes-Edad Media. Ya ha oído usted que se acusaba a los francmasones de oscurantismo...
Tenía que ver con el principio de la transmutación, del desarrollo hacia una forma superior por mediación de agentes exteriores; una pedagogía mágica, si usted quiere. Uno de los principales símbolos de la transmutación alquimista era la cripta, el lugar de la descomposición. Es el símbolo del hermetismo por excelencia. La tumba no es otra cosa que el vaso, la retorta de cristal que se guarda como algo precioso y en la que la materia es sometida a su última metamorfosis, a su máxima depuración.
Hablando de la logia, estos sacramentos corresponden al culto de la tumba y del ataúd, sobre el cual he llamado su atención hace un momento. En esos dos casos, nos encontramos ante símbolos de lo último y lo supremo; elementos de una religiosidad primigenia y orgiástica, de sacrificios nocturnos y desenfreno en nombre del morir y del devenir, de la metamorfosis y de la resurrección...
HANS: ¿Qué es lo que oigo? ¿Lafrancmasonería es todo eso? Y es a todo eso a lo que nuestro amigo Settembrini, un espíritu tan claro...
N: ¡Sería usted injusto con él! No, Settembrini no sabe absolutamente nada de todo eso. ¿No le he dicho ya que hombres como él despojaron la logia de todos los elementos de esa vida superior? ¡Se ha humanizado, se ha modernizado! ¡Por Dios! Se ha apartado de tales extravíos para servir a la utilidad, a la razón y al progreso, a la lucha contra los príncipes y la clerigalla, en una palabra: a un concepto social de la felicidad. Ahora en las logias vuelve a hablarse de la naturaleza, de la virtud, de la mesura y de la patria. Supongo que incluso se habla de negocios. En una palabra: es el espíritu mezquino burgués en forma de hermandad.
Naphta habló incluso mucho y ofreció al curioso alumno un detallado panorama del gran alcance de su liga, que estaba representada en todo el mundo por más de veinte mil logias y ciento cincuenta grandes logias. Citó también toda clase de nombres de celebridades que habían sido francmasones, o en la actualidad lo eran. Mencionó a Voltaire, Lafayette y Napoleón, Franklin y Washington, Mazzini y Garibaldi, y, entre los contemporáneos, al rey de Inglaterra en persona y, además, a numerosas personalidades que intervenían en los asuntos de Estado, a miembros de los gobiernos y de los parlamentos europeos. Si tantos francmasones ocupaban puestos importantes, eso no demostraba más que el poder de la logia.

S: ¡Inútil maniobra, ingeniero! Reconocemos sin reservas nuestra vinculación con la política, con total sinceridad. Hacemos muy poco caso del odio que algunos idiotas (por cierto, instalados en su país, ingeniero, y en casi ningún otro sitio) sienten hacia ese nombre y hacia ese título. Elfilántropo no puede admitir diferencia entre la política y la no-política. No existe la no-política, todo es política. La postura masónica no ha sido nunca apolítica, no ha podido serlo jamás. Construimos una estructura social en armonía con el arte, el perfeccionamiento de la humanidad, la nueva Jerusalén. ¿Qué tiene que ver aquí la cuestión de la política o la no-política? El problema social, el problema de la vida en sociedad, es en sí mismo político, enteramente político, única y exclusivamente político. Quien se consagra a ese problema se consagra a la política.
HANS: ¿Son ustedes cristianos, se comportan como tales unos con los otros en su logia? ¿Creen ustedes en Dios? ¿Creen los francmasones en Dios?
S: Usted habla de una unidad que se intenta crear con enorme esfuerzo, pero que, para gran dolor de los hombres de buena voluntad, no existe. Si un día se hiciera realidad, su confesión religiosa sería, sin duda alguna, una sola y estaría concebida en los siguientes términos: Écrasez l’infame!
HANS: ¿De un modo tajante? ¡Pero eso sería la intolerancia!
S: Dudo que esté usted a la altura de discutir el problema de la tolerancia, ingeniero. Procure recordar que la tolerancia se convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia con el mal. El mal es la metafísica. Sólo sirve para adormecer la energía que debemos consagrar a la construcción del templo de la sociedad. De esta manera el Gran Oriente de Francia nos ha dado ejemplo, eliminando el nombre de Dios de todos sus actos desde hace mucho tiempo. Nosotros, los italianos, la hemos seguido...
HANS: ¡Qué pensamiento más católico! Me parece que esa idea de eliminar a Dios es rabiosamente católica. No haga mucho caso de lo que yo digo. Durante un instante he tenido la impresión de que el ateísmo era enormemente católico, y de que se elimina a Dios para poder ser mejores católicos.
S: Ingeniero, lejos de mí el desear engañarle o herirle en su protestantismo. Respecto al protestantismo, siento mucho más que tolerancia, siento una profunda admiración por su papel histórico en la lucha contra la mordaza que imponía a la conciencia el pensamiento católico. La invención de la imprenta y la Reforma son y serán siempre las dos mayores aportaciones de la Europa Central a la humanidad. Eso ni se plantea. Pero eso no es más que una cara de la cuestión y que hay otra. El protestantismo contiene elementos de quietismo y de contemplación hipnótica, que no son europeos, que son ajenos y enemigos de la ley de la vida en este nuestro continente activo. ¡Fíjese usted bien en ese Lutero! ¿Qué nos dice ese cráneo? ¿Qué nos dicen esos pómulos, esa extraña posición de los ojos? ¡Amigo mío, es Asia!
Caro amico! Llegará el momento de tomar decisiones, decisiones de un alcance inapreciable para la felicidad y el futuro de Europa, y estará en manos de vuestro país tomarlas; y deberá hacerlo desde el fondo de su alma. Situado entre Oriente y Occidente, tendrá que elegir definitivamente y con plena conciencia entre las dos esferas que se disputan su naturaleza; tendrá que decantarse por una de ellas. Usted es joven, tomará parte en esa decisión, será llamado a influiren esa decisión. Las dificultades a las que han de enfrentarse nuestras labores preparatorias para la realización de una liga universal masónica, dificultades que, en concreto, nos pone la Europa protestante...
Settembrini continuó hablando con entusiasmo de la idea de esa liga universal que había nacido en Hungría y cuya deseada realización estaría destinada a conferir a la francmasonería un poder decisivo en el mundo. Entre los proyectos de los francmasones estaba convertir el esperanto en la lengua común de la liga. Su entusiasmo le llevó a entrar en el terreno de la alta política, estudió la situación en Europa y sopesó las probabilidadesdel triunfo del pensamiento republicano revolucionario en su propio país, en España y en Portugal. También pretendía mantener correspondencia con personas de los más altos grados de la gran logia de dicho reino. Sin duda, allá en el sur las cosas se encaminaban hacia un período decisivo. ¡Que Hans Castorp se acordase de él cuando viera precipitarse los acontecimientos en el mundo de allá abajo!
( Definición de sus discusiones : Con todo, una discusión que se mantiene con una pasión como si a uno le fuese la vida en ella y, al mismo tiempo, con un ingenio y una agudeza como si todo ello no fuese más que un elegante duelo deportivo –y esas dos peculiaridades se daban en todas las discusiones entre Naphta y Settembrini– siempre es digna de ser escuchada con interés, incluso por parte de quienes no captan muy bien ni los argumentos ni su alcance. De hecho, incluso gente que no tenía nada que ver con ellos y simplemente estaba sentada a su lado escuchaba aquel intercambio de opiniones arqueando las cejas, fascinada por la pasión y la brillante agilidad de los contrincantes).
N: Los doctores de la joven Iglesia no se cansaban de advertir sobre las mentiras de los filósofos y poetas de la Antigüedad.
S: ¡Pero los habéis estudiado! ¡Habéis estudiado a todos esos poetas y filósofos antiguos hasta sudar tinta, como también habéis intentado apropiaros de su valioso legado y de los materiales de los monumentos antiguos para construir vuestras casas de oración! Pues erais muy conscientes de que no seríais capaces de producir una forma de arte nueva sólo con la fuerza de vuestro espíritu proletario. Sin cultura no podéis imponeros a la humanidad y sólo existe una cultura: la que llamáis cultura burguesa y que, en el fondo, no es más que la cultura humana. ¡Y aún os atrevéis a calcular por decenios el tiempo de vida que queda a los ideales educativos humanistas! Una Europa que supiera conservar su patrimonio cultural eterno sabría perfectamente cómo superar ese apocalipsis proletario con el que soñaban algunos para alcanzar un presente en el que imperase la razón clásica.
N: El presente es cuestionarse si esa tradición mediterránea clásica y humanista es realmente el reflejo de la esencia del hombre y, por lo tanto, un patrimonio eterno, o si, por el contrario, no es más que una forma de pensamiento típica de una época concreta, del liberalismo burgués para ser exactos, que como tal puede morir con ella. Eso debe decirlo la historia; entretanto, el señor Settembrini haría bien en no dar por seguro que la balanza terminará inclinándose a favor de su conservadurismo latino.

(Desde luego, constituía una tremenda insolencia por parte del pequeño Naphta llamar conservador a Settembrini, declarado defensor del progreso. Naphta arremete de nuevo contra los ideales de la cultura clásica, contra el espíritu literario y retórico de la enseñanza y de la educación en Europa y contra su manía con la gramática y los formalismos, que no servía más que a los intereses de la clase burguesa gobernante, ya que al pueblo le inspiraba risa desde hacía mucho tiempo. Es más, los humanistas no se daban cuenta de hasta qué punto el pueblo se burlaba de sus títulos de doctor, de su gran imperio cultural, su educación popular estelar, ese instrumento de la dictadura de la clase burguesa con pretensiones de divulgar el saber a un nivel accesible para todos).
En esa mezcla de revolución y oscurantismo que Naphta ofrecía a sus oyentes. Él, Naphta, lamentaba tener que decepcionar a su contrincante al decirle que el horror de los humanistas ante la idea del analfabetismo sencillamente le divertía. Atribuir a las disciplinas de la lectura y de la escritura una importancia pedagógica tan exagerada como para imaginarse que allí donde faltasen reinarían las tinieblas del espíritu. El literato, ese buen hijo del humanismo y de la burguesía, sabría leer y escribir, cosa que no sabían o sólo hacían muy mal los nobles, los guerreros y el pueblo, pero fuera de eso no valía para nada ni comprendía nada, no era más que un charlatán que hablaba en latín, dominaba el lenguaje y dejaba la vida en manos de la gente honrada... y por eso mismo adornaba también la política con un montón de paja, de retórica y de bella literatura, sobre lo que en el lenguaje partidista se denominaba radicalismo y democracia... etcétera, etcétera, etcétera.
S: Sin la forma literaria, por otra parte, nunca hubiese sido posible ni imaginable la humanidad. «¡Sí señor! Lo que usted desearía envilecer al separar la palabra de la vida no es otra cosa que una unidad superior en la corona de la belleza, y no me asusta el bando en que luchará la noble juventud en una batalla que decida entre la literatura y la barbarie.»
HANS: Hans pensaba que aquello que se podía denominar «lo humano» tenía que hallarse en algún punto intermedio entre aquellas exageraciones insoportables, entre el humanismo grandilocuente y la barbarie analfabeta. No obstante, prefirió no decir nada que pudiera molestar a aquellos dos genios de la disputa.
S: Settembrini defendía siempre la palabra, la blandía como una espada y la hacía triunfar. Se alzó como defensor del genio literario, glorificó la historia de la escritura, que comenzó en el instante en que el primer hombre grabó algunas palabras sobre una piedra para inmortalizar su saber y su manera de sentir. Settembrini continuaba defendiendo la literatura. No solamente la grandeza contemplativa sino también la grandeza activa había estado siempre unida a ella, y mencionó a Alejandro, a César, a Napoleón; mencionó a Federico de Prusia y a otros héroes. La idea de la literatura como impulso esencial de la humanidad, de su espíritu... que no era otro que el espíritu humano en sí mismo, el milagro de la unión del análisis y la forma. Era ese espíritu lo que se esforzaba en combatir los prejuicios estúpidos y en aniquilarlos, lo que purificaba, ennoblecía y mejoraba al género humano. Iniciaba a los hombres, lejos de todo fanatismo, en la justicia y en la tolerancia y, a la vez, en la visión crítica del mundo. La destrucción de las pasiones a través del conocimiento.
N: Esa fusión milagrosa entre los análisis y la forma de la que con tanto entusiasmo hablaba Settembrini no era más que un espejismo, una falacia. El supuesto reformador de la humanidad podía hablar de purificación y santificación, pero tales procesos no hacían más que despojar a la vida de su vigor, de su sangre; es más: el espíritu y el afán teórico profanaban la vida, pues quien quisiera destruir las pasiones en realidad deseaba la nada, la nada pura... El progreso era puro nihilismo, y el ciudadano liberal era propiamente un hombre de la nada y del demonio; que incluso negaba a Dios, el absoluto en un sentido conservador y positivo, prestando su adhesión a su antítesis absoluta, a lo demoníaco, y creyendo, para colmo, que su fatídico pacifismo era una postura piadosa. Y de piadosa no tenía nada, sino que era un verdadero crimen contra la vida.

(Así era Naphta capaz de darle la vuelta a todo, con lo cual, al final, era del todo imposible distinguir dónde estaba Dios y dónde el diablo, la muerte o la vida).
…...
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N: Habló, entre otras cosas, del Romanticismo y de la fascinante dualidad de aquel movimiento europeo de principios del siglo XIX. El Romanticismo europeo había sido un movimiento liberalizador: anticlasicista, antiacadémico, dirigido contra el antiguo gusto francés y contra la vieja escuela de la razón, a cuyos defensores –en palabras literales de Naphta– los románticos tachaban de rancios conservadores con peluca empolvada.
Naphta sacó a colación el tema de las guerras de liberación, e invitaba a su joven oyente a tomar nota de la diferencia, o mejor dicho: de la oposición entre la libertad externa y la libertad interior, y a plantearse una pregunta tan delicada como era cuál de las dos privaciones de la libertad podía ser más compatible..., o menos compatible, je, je, je..., con el honor de una nación.
Después de todo, la libertad era un concepto más romántico que ilustrado, pues tenía en común con el Romanticismo la vinculación indisoluble entre el deseo de expansión del hombre y el apasionado culto al yo individual. El deseo de libertad individualista había traído consigo el culto histórico-romántico de lo nacional, que, en el fondo, era un culto belicoso y al que el liberalismo humanista calificaba de siniestro, aun cuando el propio liberalismo humanista también proclamaba el individualismo; eso sí: entendido justo al revés. El individualismo, pues, tenía en común con el Romanticismo y con la Edad Media su convicción de que el ser individual posee una importancia infinita, cósmica; convicción en la que se fundamentan la doctrina de la inmortalidad del alma, el geocentrismo y la astrología. Por otra parte, el individualismo guardaba una relación con el humanismo liberal, el cual tendía a la anarquía y, en todo caso, se oponía a que el amado individuo fuese sacrificado por los intereses de la sociedad. Eso era el individualismo: tanto lo uno como lo otro.
Una cosa había que reconocer: el pathos de la libertad había traído al mundo a los más acérrimos enemigos de la libertad y a los más brillantes caballeros defensores del pasado y la reacción en la batalla contra el progreso impío y destructor ¿Acaso la mística no tenía que ver con la libertad? ¿No había sido antidogmática, antiescolástica y antisacerdotal? Y aquí se imponía considerar la jerarquía como una forma de poder en favor de la libertad, pues constituía un muro de contención frente al poder ilimitado de la monarquía. La mística de finales de la Edad Media conservaba un carácter liberal en tanto era precursora de la Reforma... aunque la Reforma..., je, je, je..., también había sido un tupido entramado de libertad y reacción medieval...
El acto de Lutero... En fin, tenía de bueno que había demostrado abiertamente la naturaleza ambigua del acto mismo, del acto de manifestar una postura. ¿Acaso sabía el joven oyente de Naphta lo que era un acto? Un acto era el asesinato del consejero de Estado Kotzebue, cometido por el estudiante Sand. Y, ¿qué había inducido a Sand a semejante acto, qué le había puesto –en términos criminalísticos– «el arma en la mano»? El entusiasmo por la libertad, evidentemente. Sin embargo, bien mirado, no había sido eso, sino más bien el fanatismo moral y el odio a la frivolidad de la nobleza frente al pueblo que sufría. Por otra parte, es cierto que Kotzebue había servido en Rusia y había servido a la Santa Alianza..., un hecho que, de nuevo, resulta harto cuestionable si tenemos en cuenta que entre sus más íntimos amigos había muchos jesuitas. En resumen, fuese lo que fuera un acto, no era el medio adecuado para dar fe de sí mismo, como tampoco contribuía nunca a esclarecer las cuestiones espirituales...
S: Su manera de confundir, seducir y malear a la juventud, ya de por sí bastante maleable, constituye una infamia, y las palabras no son suficientes para castigarla...
N: ¿Infamia? ¿Castigar? ¿La virtud personificada se rebela? ¿Tanto hemos desquiciado al pedagogo guardián de la civilización que desenvaina la espada? Para empezar, diría que un éxito..., un éxito fácil, añado con desprecio, pues poco ha hecho falta para poner en pie de guerra al pacífico guardián de la virtud... Y el resto aún está por venir, caballero. El «castigo» también. Espero que sus principios cívicos no le impidan saber lo que me debe, porque, de no ser así, me vería obligado a poner a prueba tales principios.

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